Hace casi dos años que el mundo cambió. No fue un meteorito. Ni una explosión nuclear. Ni tan solo una invasión alienígena. Fue algo pequeño, tan pequeño que ni se ve pero que cambió mi vida para siempre. Recuerdo perfectamente el momento en que estaba recogiendo mis cosas. Iba metiendo mi portátil en la mochila, la libreta, el mouse y descuidadamente, casi sin mirar a mis compañeros de trabajo les decía "nos vemos en 15 días". Sé que no les miraba porqué no recuerdo sus ojos, sus caras en ese momento, sólo mis manos metiendo las cosas en la bolsa. En ese instante, si alguien hubiese venido del futuro y me hubiera explicado todo lo que me iba a pasar, sencillamente, no lo habría creído.
Sin embargo hoy estoy frente a mi portátil, intentando poner orden a mis ideas, volviendo a escribir después de tanto tiempo, porque de nuevo, vuelvo a necesitar de las palabras para vaciar el vacío, para sacar el agua que me inunda por dentro y no me deja respirar. Regreso de nuevo a la terapia de la escritura, al compartir pensamientos para aligerar carga, quitar lastre.
Cuando cierro los ojos y busco dónde empezó todo a ir mal, siento decirte querido lector, que no encuentro ningún momento estelar, ninguna escena con matiz dramático donde una voz en off pudiera decir, como si mi vida se tratase de una película- y ahí es donde Lorena empezó su camino a una terrible y confusa crisis existencial-. Cuando miro atrás sólo veo decisiones no decididas. Un conjunto de botones del pánico que fui apretando uno tras otro, intentando salir de situaciones que no me gustaban pero para las cuales no tenía ni tiempo ni recursos para pensar. Visto en perspectiva, hay muy pocas decisiones en mi vida que haya tomado con la libertad necesaria y con la consciencia suficiente. Ahora es cuando empiezo a darme cuenta. Siempre he vivido con prisa, huyendo, y últimamente intento averiguar por qué.
Mi argumento más sólido es que desde pequeños nos programan. Esa programación no se ve, no nos insertan un CD (obviamente, o si más no, no he encontrado orificio de entrada), es un programa que no se puede borrar, y que algunos lo llaman educación. Son ideas sutiles, subliminales. Frases, imágenes, situaciones que se van codificando en tu subconsciente sin darte cuenta y te van dando forma para que encajes de una manera determinada en la sociedad. El código va mutando a lo largo de los años y es distinto en función de la clase social la raza o el género al que perteneces. Hay un código para cada producto.
Mi código pertenecía al driver clase obrera, carpeta raza blanca, archivo género femenino. Recuerdo perfectamente a mi padre decirme que para que nosotros estuviéramos bien, era necesario que alguien estuviera mejor, y de lo orgulloso que se sentía cuando uno de sus jefes lo invitaba a su casa. Siempre se refería a él como "señor", el resto éramos simplemente Pepes, Marías, Pacos y Lucías. Mi código se basaba en el servilismo, en agradar a los demás, en decir siempre sí. Los hombres eran fuertes, masculinos, solucionadores y las mujeres debíamos ser bonitas, dulces y madres. En mi código, protestar era malo, tener ideas propias se castigaba. Era necesario obedecer y no cuestionar nunca el orden, el porque lo digo yo era mano de santo y el compórtate como una señorita un mantra habitual. Mi código era el de una sociedad patriarcal y capitalista donde mi posición en el mundo ya se había definido incluso antes de mi existencia.
Y entonces llegué yo, bueno yo y otros miles de millones de óvulos fecundados accidentalmente por uno (o dos) espermatozoides. Personas nacidas de la más pura casualidad, combinaciones de cadenas de proteínas que en un momento de locura y pasión salieron disparadas (literalmente) a la búsqueda de un lugar calentito en el cual pasar la noche. Y ¡Sorpresa!, nueve meses después salieron con más o menos dolor una tropa de peones listos para vivir.
En mi época las cosas no eran cómo ahora. No existía la educación en positivo, más bien existía lo positivo del lanzamiento de zapatilla. Se nos educaba negándonos. Muy poco padres (creo que sólo a los que se les llamaba hippies o a los de la farándula) se detenían a escuchar a sus hijos. Si eran niños, tocaba fútbol, si eran niñas, rítmica o patinaje. Decir que te gustaba algún tipo de actividad artística era una osadía. El dibujo o el teatro no se consideraban actividades de provecho. Ni escribir. En la escuela se nos clasificaba en función de las notas. Los "buenos" éramos los que sacábamos excelentes y no protestábamos. Los "malos" lo que no aprobaban y daban algún quebradero de cabeza. Llegaba un momento en la vida de las personas donde un único profesor determinaba tu futuro, Era al finalizar la EGB. Se sentaba con tu madre (en general el padre no se acercaba a menos de un km de la escuela) y le decía "tu hijo no vale, a FP" o "tu hijo sí vale, a bachillerato". Y en esa mini conversa empezaba el primer gran filtraje social. Entrabas en una u otra cadena de montaje. Nadie nos preguntaba qué nos hacía felices.
Nos comenzaban a ensamblar. En mi línea de montaje, la del bachillerato, el procedimiento estándar era el siguiente.
Paso 1: Selectividad
Paso 2: Carrera Universitaria (más idiomas, of course)
Paso 3: Estancia en el extranjero para demostrar lo bueno que eres a las empresas si tu carrera está enfocada al mundo corporativo.
Paso 4: Prácticas en empresa (periodo donde te recuerdan que eres un inútil funcional y te bajan los humos).
Paso 5: Algún Máster con nombre que nadie entienda
Paso 6: Casarte, hipotecar-te y tener hijos
Paso 7: esperar a la jubilación para hacer realidad tus sueños, llenando los vacíos con consumo, estrés, muchas actividades. Sueños que se quedaron congelados en ese momento en que alguien decidió si valías o no valías para seguir estudiando.
Y de repente llega un virus. Un puto virus. Y lo para todo. Todo lo que llenaba mis vacíos, se desvanece. Nos quedamos en cueros, con nuestras carencias, con nuestros miedos, con nuestras dudas. Y me di cuenta de que no era feliz. Sin melodramas, sin música de fondo añadiendo la tensión de tal revelación. Tenía la vida que había planificado, pero no la vida que había soñado.
Empecé a buscar dentro de mí. Y sin darme cuenta, todo me llevaba a aquella etapa de mi vida antes de entrar en la facultad. Una etapa convulsa, dura, pero donde yo tenía muy claro qué me hacía feliz. Y era escribir. Inventar universos. Pasear por las calles inventando vidas para las personas con las que me cruzaba. Caminar por el barrio viejo de Girona para tocar las piedras y sentir la energía acumulada allí. Me hacía feliz leer, cerrar los ojos y escuchar el viento. Me llenaban los pinceles, para los que no tenía ningún tipo de talento, pero me gustaba sentir el tacto de los óleos, escuchar el sonido de los trazos, ese sutil momento en que la pintura roza el lienzo. Me hacía feliz bailar, cantar y ver películas. ¿En qué momento me borré? No lo sé. ¿En qué momento me convertí en una agenda con patas? No lo sé. ¿En qué momento dejé de ser mi real yo para ser otra persona? No lo sé.
A mis 40 años me he dado cuenta que esa parte incompleta de mi, ese nudo en el estómago que a veces me ahoga no es más que la Lorena real pidiendo salir. Dentro de mí sigue esa necesidad de ser quien soy. Seguí el camino de lo que se me daba bien, de lo que me haría una persona de provecho, pero no de lo quien era yo en realidad. Me rodeé de cadenas, las cerré con un candado, y tiré la llave muy lejos.
Agua pasada no mueve molino. Y no tiene sentido lamerse las heridas y sollozar por las vidas no vividas. Pero ahora, más que nunca, creo que tenemos la responsabilidad de tomar decisiones valientes. De mirarnos en el espejo y reconocer a quien tenemos delante. Se lo debemos a las generaciones futuras. Sólo podremos cambiar el sistema que nos oprime si nos cambiamos a nosotros mismos, si como personas, nos ponemos en el centro, si nos reconocemos como piezas del sistema y empezamos a cuestionarnos el por qué de nuestras decisiones.
P.D: Gracias vida, por darme siempre lo que necesitaba y no lo que quería.